Arte Cultural

Desnudo y húmedo en el Volga

Vista panorámica de la mezquita Qul Sharif, Kazán, Rusia. Fotografía: Cordon.

En Kazán, capital de la república rusa del Tartaristán, me encuentro con el lado más anárquico e impetuoso de Rusia. Después de dos días recorriendo esta cuna del petróleo y eje de reconciliación entre ortodoxos y musulmanes, los acontecimientos se subvierten con una visita a la bania y una excursión nocturna a través de la estepa.

Envalentonado por una conversación en ruso casi fluida con mis compañeros de viaje hacia Kazán, me vengo abajo con el letrero en un cirílico nada ortodoxo que me encuentro al bajarme del tren. Al leerlo, pronuncio una arcada que recuerda más bien al turco que al ruso. Tártaro, supongo. Que debe de ser algo así como escribir gallego con alfabeto georgiano.

Por suerte, los soviéticos hicieron bien su trabajo y todo el mundo domina la lengua de Pushkin. La comida, la vida en la calle y los principales monumentos siguen recordando más a Estambul que a Moscú. También la casa de Ramil y Liudmila. Rebosa generosidad, dulces y la tranquilidad de los mediodías soporíferos de Irán o Marruecos.

Para mí, como occidental de vacaciones, todo es también dulce y tranquilo. Una aventura que a lo sumo termina asistiendo a un baile de derviches mientras me como unas almendras.

Matiz: esto sigue siendo Rusia.

Voy a pasar tres días en su casa y, como trampa bien urdida, no intuyo lo que están a punto de hacer conmigo. Lo peor es que ellos tampoco y eso les resta control sobre la situación. Para alisar el terreno, pasamos un par de días turísticos de lo más inocentes.

A Ramil le gusta la historia y no escatima en detalles: Iván El Terrible (IV) construyó el Kremlin (fortaleza) tras conquistar el Kanato de Kazán a descendientes de Genghis Khan. Los cuatro minaretes turquesa que sobresalen del interior corresponden a la mezquita Qul Sharif, una de las más grandes de Europa.

Caminamos por la confluencia de los ríos Volga y Kazanka, que Ramil siempre utiliza en sus visitas como «pedante metáfora», reconoce, de la convivencia entre rusos cristianos y musulmanes tártaros, que regresaron a la ciudad tras la revolución de 1905. Nosotros homenajeamos esa tolerancia mezclando tés y cervezas en las terrazas y jardines de la avenida Bauman.

Un plato de plov primero, sopa lapsha después y chakchak para terminar. Y té, siempre té en cada esquina. Ramil me presenta como español y los camareros me dejan perlas en un castellano heredado de la afición colombiana durante el mundial de 2018. Cuando un ruso evoca el verano pasado, su cara desprende el brillo de quien describe su primera experiencia con las drogas.

Pasamos por la plaza que alberga el gobierno de la República de Tartaristán, la más autónoma de todas las veintitrés que hay en Rusia. Cada una, aprendo, cuenta con un idioma cooficial y reconoce la presencia mayoritaria de una etnia… aunque en todo el país hay hasta ciento noventa. Terminamos la visita en la casa-museo del escritor Musa Cälil, cuya historia merece un reportaje aparte, pero cuyo espíritu bien se podría resumir en la melancolía del recital en tártaro que nos ofreció, en privado, la anciana de la taquilla.

Digerida toda esta información, Ramil supo que mi genuina e inabarcable curiosidad por Rusia solo se podía satisfacer de una manera. Aquí empieza la trampa. O la primera parte.

Interior del Kremlin. Fotografía: Brais Suarez González.

Desnudos y con gorro de lana

Ir a la bania por primera vez es, entre todas las situaciones iniciáticas y no sexuales, la que más se aproxima a perder la virginidad: la desnudez y la humedad son constantes; sensación de vulnerabilidad y, sobre todo, ¿de qué va esto? Aun conociendo el concepto y habiendo estado en baños y saunas de otros países, cada paso que doy en la bania es un paso hacia el desconcierto.

Empezando por la pregunta, en el recibidor de entrada, sobre si quiero un litro de cerveza o dos. Como la opción cero no se contempla, me mantengo en cifras pares. Respuesta correcta. De premio, Ramil compra un ovillo de queso ahumado. Subimos las escaleras al baño de hombres. Pagamos cuatrocientos rublos. Otro requiebro de paredes alicatadas y aparecemos detrás de otra barra de bebidas. Estamos abrazados por un gran bar.

El primer impacto de humedad sofocante me pilla desprevenido. Densifica el aire y consigue que el olor a maceración se pueda masticar. Hay unas diez mesas tamaño-última-cena, cada una rodeada de sillones corridos, de respaldo elevado y tapicería roja acolchada. No permiten ver a los ocupantes. Una tele pequeña emite un partido de hockey desde una esquina. Su murmullo se diluye con el de duchas y conversaciones. Una alfombra de bañera cubre el suelo.

A la derecha, un par de lavabos y un ventanal empañado, que da hacia la noche. Entiendo que buscamos a unos tal Mirko y Kostia. Según avanzamos por el pasillo central, trato de disimular mi asombro. El olor procede, claro, de los quesos que nosotros mismos cargamos. También hay pescados ahumados, patatas, pan, encurtidos y una cuidadosa selección de alcoholes.

¿Para quién? Pues para los hombres desnudos que cada sillón va descubriendo a nuestro paso. Me niego a creer que la bania sea solamente un pub nudista. Desde luego, en cualquier entorno nudista que conozco, nadie se pone un gorro picudo de lana. El kolpak, que es capaz de convertir en pitufo al tártaro más pintado.

En un par de minutos estaré igual que ellos y en una clara desventaja lingüística, así que me consagro a las indicaciones de Ramil. Es conciso: «desnúdate y ponte el gorro». Dicho y hecho. Y me sobra un minuto. Nos sentamos junto a sus amigos. Al menos traemos toallas para cubrir el banco de escay. «En realidad no deberíamos beber alcohol, porque deshidrata más, pero es lo que hay», se ríen, descorchando la cerveza.

Recapitulando, hasta el momento: estoy desnudo en un ‘pub’, sudando, con gorro de lana, bebiendo cerveza y preguntándome si eso es todo. Responde a la clásica escena en la que te convences de que es un privilegio, o al menos una situación genuina, hacer algo que en realidad no quieres.

Nos levantamos y vamos a una sala transitoria. Hay una hilera de duchas y una bañera de agua fría. Enfrente, bancos y recipientes con ramas de árbol a remojo. La humedad aumenta y la desnudez… pues parece que también. Ducha rápida, cogemos nuestras ramas y tercera puerta.

Un termómetro marca noventa grados. Lo que me recuerda que en 2010 el campeón de sauna (es una disciplina) del mundo (Finlandia VS Rusia) ganó por muerte de su rival. Me cuesta respirar. Luz penumbrosa. Unos quince hombres están sentados a distintas alturas. Se atizan a sí mismos con las ramas, con la misma parsimonia que una vaca espanta moscas con la cola.

Solo mi presencia les altera. Inmediatamente, tres hombres me hacen un hueco a su lado. Primera pregunta, si Barcelona o Real Madrid. Pues ni un litro ni dos. Celta. Y, otra vez, respuesta correcta. El auditorio se viene abajo. Mostovoi, Rusia, Karpin, Celta, Spartak, Celta, Rusia, Zenit, Karpin, Mostovoi. Otlichna, molodiets.

Solo Phillip no entiende el contexto futbolístico. Es un estadounidense de Denver que viene cada jueves desde hace veinte años. Es profesor de tártaro, pero su integración no llegó tan lejos como para conocer la época dorada del Celta zarista en Europa. Se lo explico y me responde en inglés. Craso error: un tipo empieza a hacerle la burla.

No le entiendo, pero sí percibo una actitud violenta. Los demás se enfrían, distantes. Mi cerebro apenas da abasto para sudar. Philip dice que no pasa nada, que no hacemos nada malo. El otro grita. Dice que le molesta que hablemos. Pero en realidad le molesta que hablemos inglés. A su borrachera le molesta que hablemos inglés, de hecho. Philip le planta cara y recibe a cambio un cubo de agua fría.

A continuación, el propio cubo le da en la cabeza. Estoy en medio de ambos. Y a 90 grados me da un escalofrío cuando el indignado golpea a Philip con sus ramas, que es lo que tiene en la mano. Golpes inofensivos, pero en absoluto inocentes. La situación, extremadamente violenta, rebaja mi euforia inicial de descubrimiento. Más gritos.

Resulta que no todo el mundo gira alrededor del turista que no se entera de nada. Y el turista que no se entera de nada se entera de la desfachatez de pasearse por ahí, reventando la rutina de los demás, para que lo entretengan y le muestren las intimidades de Rusia. La función cambia de acto. Paso de la comedia al drama. De la ficción a la realidad. El estupor de alguna otra cara me acompaña.

Otro hombre de cejas como bigotes me da la mano para sacarme de allí. Ramil, mi anfitrión, nos sigue. Me dicen que me dé un baño de agua fría (por si el anímico no fue suficiente). Pasamos la sala de las duchas y volvemos al pub nudista.

Mientras bebemos cerveza me explican que la bania tiene siglos de historia y se popularizó durante la época soviética para aquellos barrios que no tenían agua corriente. Ahora, aunque ya no es necesaria, sigue siendo ese lugar en el que una sociedad con riguroso respeto por las jerarquías se encuentra sin ningún distintivo social; ni siquiera la ropa.

Eso hace confluir distintas clases, edades y etnias. Tanto Ramil como el hombre de las cejas se conocen de vista, después de haber pasado cada noche de jueves de los últimos cinco años en este lugar. Por cierto, ¿y el gorro, para qué?, les pregunto. El gorro solo es para que no se queme el pelo.

A la vuelta de Mirko y Kostia, mi rescatador me invita a seguirlo. Los otros me animan. Volvemos a la zona de sauna. No deja de insistir en que su amigo estaba borracho, que soy bienvenido, que los tártaros no son así. Eso entiendo y eso quiero entender cuando veo que nos quedamos solos en una nueva estancia.

Es la sauna seca de tipo finlandés. Me dice que me tumbe. Con sus ramas (veniks), empieza a golpearme el vientre y las piernas. Me pega en las plantas de los pies para que me relaje. Me habla con una voz grave y pausada. Y noto cómo el calor y los vapores del abedul consiguen que mi piel reaccione. Sudo toxinas y tensión. Boca arriba y boca abajo.

Tumbado, el calor, su voz y los golpes monótonos aplacan mi extrañeza. Es su manera de pedirme perdón por lo ocurrido. En silencio, coloca las ramas sobre mi cara e instintivamente respiro tan profundo como puedo. «Bien, respiras como un ruso», oigo con orgullo. Me ayuda a incorporarme despacio. Mi cuerpo está dormido. Me conduce afuera.

En cuestión de minutos, paso del destierro, apaleado, a un recibimiento entre ramas. Sobran las alusiones bíblicas.

Mirko, Kostia y Ramil van a fumar a la terraza. A la terraza nocturna, de temperatura negativa y a expensas de la humedad que trae consigo el Volga. Desnudos, claro. Se oye el rumor del río, cuyo cauce se retuerce como una serpiente de bruma densa que justifica su nombre (humedad). Repta sigilosa, empalidecida por una luna vampírica.

El Volga que cruzó Yuri Zhivago hacia Varykino, el del poema de Nekrasov, el de Gorki, el de la batalla de Stalingrado (hoy Volgogrado), al que Stepán Razín arrojó a su princesa, donde Limónov se permitió un descanso… el que da nombre al coche soviético de alta gama. Enfrente tenemos un bosque tupido, unas farolas humeantes y las ruinas de dos fábricas recorridas por grafitis.

La pantalla está dividida por una chimenea de ladrillo. Agazapada a sus pies, una velita ilumina una ventana rota de la fábrica, que alguien rodeó de mantas a modo de torniquete. Nuestra terraza está en obras. Apoyados en una barandilla, callamos ante la vista.

El cuerpo reacciona, la sangre se reactiva y el frío lo aclara todo. Mirko se disculpa también por lo ocurrido antes. No entiende qué me gusta de Rusia. «En realidad, esto está hecho una mierda, pero no está mal, ¿verdad?», me pregunta.

Hay situaciones en las que, de pronto, se desvanece el sentido del humor. Como ante un interruptor, esa acidez que caracteriza la ironía rusa se va. Ese sarcasmo, al que en Europa recurrimos para tomar distancia y situarnos por encima del bien y del mal, desaparece.

Son momentos esporádicos y breves, de culto, de una entrega fervorosa y cautivadora. En su transcurso hay una deflagración de verdad, verdad entendida como lo más íntimo y solemne, en absoluto impostado.

Está en esas mujeres que limpian la cera del suelo de las capillas ortodoxas, en el recogimiento de un bar al amanecer, en los silencios de despedida ante un viaje… Una expresión litúrgica de un carácter devoto y de espontaneidad genuina. Es la quietud que compartimos frente al silencio de las ruinas, la humedad, desafiando al bosque con los pelos de punta y un vaso en la mano.

«En el momento no pienso nada, solo estoy emocionado hasta las lágrimas por esta sinceridad, esta ingenuidad, esta aplicación, incluso esta fealdad de las indumentarias, esta bienintencionada rusticidad de los modales, esta humanidad cálida, infantil, desnuda, que era el reverso perturbador del horror soviético», afirmaba Emmanuel Carrère ante uno de estos rituales.

Repetimos el proceso pub-duchas-sauna-terraza un par de veces, hasta que nos echan.

Bania típica. Fotografía: Smarticvs (CC0).

Segundo asalto

Salí ileso y bastante atrofiado. Casi en la meta, en el ascensor de casa, empieza el segundo asalto. Se aprovecha de mi pulso relajado y de lo imprevisto del ataque. Toda una blietzkrieg. La declaración de guerra reza así: «una amiga nos invita a una fiesta al lado del río, en su casa». Por si tenía difícil negarme, Ramil pulsa el botón rojo: «creo que te va a gustar». La suerte está echada.

Quince minutos más tarde, damos las buenas noches a Liudmila, que trabaja al día siguiente, y recogemos a Kostia junto a una iglesia. Mi ruso no puede canalizar toda mi curiosidad, pero después de otro cuarto de hora en coche, entiendo que «al lado del río» (del río Volga, de dos mil doscientos kilómetros) no implica necesariamente «en la ciudad de Kazán».

El camino es de unos doscientos kilómetros, de hecho. Ramil me mira divertido desde el asiento del copiloto, con la misma cara con que Britney Spears cantaba «Oops, I did it again». Es medianoche y nos quedan dos horas de viaje. «Con suerte», remata, «si encontramos el sitio».

Compramos unos pasteles en un área de servicio y empezamos a adelantar camiones varados en los arcenes. Kostia conduce sin la menor deferencia por el coche, ensañándose con cada bache. «Mira qué luna, no hacen falta las luces», dice. Y las apaga. Ramil se ríe. Y yo… yo me veo otra vez desnudo y sudando. Cruzamos una de las paradas de autobús del modernismo socialista, fotografiadas por Christopher Herwig. Para verla, Kostia da marcha atrás, atraviesa el coche en la carretera y la alumbra. Esta es la foto. Y grita, en inglés. «¿Querías conocer Rusia? Pues jódete». Y risa mefistofélica al canto.

Tomamos un desvío y al lado de una tiendecita nos espera Alisa. Lleva pelo azul, unos pantalones fosforitos que robó a The Grateful Dead y dos botellas de vino. Es solo mitad de camino. La otra mitad basta para terminarnos las dos botellas y llegar a un pueblo sin asfaltar, con cuatro farolas apagadas (ya saben, la luna…) en medio de veinte o treinta casas, la mayoría de madera y cubiertas de uralita.

Un tipo de unos treinta años, despeinado, nos saluda desde un portal y entramos. Lleva camiseta de tirantes y una gabardina, que no parece suficiente para los seis grados bajo cero. Son las 2.30 de la madrugada. La casa es pequeña, también de madera. La puerta da a un salón, donde hay siete personas hablando, como de sobremesa. Otras van y vienen de una (¡otra!) bania, conectada al otro lado del salón. De allí llega el calor a la habitación.

Se definen como músicos, que pasan el fin de semana componiendo y viendo los amaneceres. El ambiente está enrarecido. Dos chicas manipulan distraídas un sintetizador MIDI, que suena a bajo volumen. Las líneas de frecuencia aparecen en la televisión, donde ven «M, El Vampiro de Dusseldorf» con doblaje ruso (tipo documental).

Es tan lisérgico como siniestro. No hay espíritu festivo en absoluto. Pero mucho menos de sobriedad. El de la gabardina no me deja en paz. Algunos van y vuelven de un par de coches aparcados. Otro no para de dar órdenes que no entiendo. Me transcriben, quien quiera fumar, que lo haga fuera. Será algo distinto a tabaco, porque un tipo enciende un cigarro en la cocina.

Hay largos silencios y las pocas palabras se atropellan. No me entero de nada. El de la gabardina sigue con su letanía hasta que una chica nueva me saca de allí. Dice que practiquemos inglés; la conversación dura dos minutos. Todos van a los coches. Presión social. Les acompaño.

Google Maps solo puede precisar que estoy en Mari El, otra república. No me tranquiliza. Mi nuevo amigo despeinado me lo explica con ímpetu, mientras exhala un humo dulzón que inunda el coche. Los demás le escuchan entre risas. Murmullan. Se turnan la botella de plástico con la que fuman. Me ofrecen su fruta de la pasión, pero no quiero abusar de vuestra cortesía, digo; captan la ironía y me dejan salir del coche a respirar.

Entro en casa y encuentro a dos sujetos nuevos hablando de mí (ispanski cheloviek). Les digo hola y me dicen que venga, que vamos a hablar, y empiezan a discutir entre sí. La situación me recuerda a las fiestas del ácido que describía Tom Wolfe en Ponche de ácido lisérgico. Y seguramente no ande muy lejos, cada uno con su putísimo viaje distinto.

Hace tiempo que perdí la pista a Ramil y Kostia. El de la gabardina camina por el jardín, gritándole a alguien. El sintetizador está dado la vuelta y un botón, pulsado contra el suelo, emite un sonido de interferencia. El sol empieza a entrar por la ventana. La alumna de inglés duerme con la cabeza caída en una silla. Yo haría lo propio si sintiera una mínima seguridad.

Otros dos me dicen que espabile, que ahora empieza la excursión. Kostia y Ramil entran eufóricos, también deseando ir a ver el primer amanecer de verano. Cierto, ya solo hace -2 grados fuera. Ramil nota mi cara de circunstancias y me ofrece una cama, en el piso de arriba. Me acompaña, no sin antes insistir en la excursión. Que no, que no. Duermo un rato y me avisáis cuando nos vayamos a ir.

Entonces entro yo también en una especie de trance, en el que momentos de sueño profundo se intercalan con fogonazos de vigilia. Alguien me echa una manta encima, una chica se acuesta cerca, otro tipo, fuera de sí, abre todas las ventanas de la casa: «que entren el sol y el aire». Por las escaleras repta una melodía de guitarra. Hay una imprevisibilidad tiránica, agotadora. Por eso, cada momento que paso sin que me molesten, es un momento de felicidad y victoria.

Vuelve Ramil. «Brais, nos vamos, ¿vale?». ¿Cómo, no dormís antes?». «No, no hace falta. Ya descansaremos en casa». O sea, a doscientos kilómetros.

No me queda alternativa. En el coche, me cubro los ojos con el gorro y la bufanda y me echo a dormir. Si me tengo que matar, prefiero no enterarme.

De camino, solo un inciso: el sol pega fuerte en la ventana. Estoy parado. Solo. Mis dedos de los pies podrían servir de hielos para un cubata. Regusto a vino en la garganta. Enfoco la vista al reloj. 8 am. Enfrente, una alameda hecha pedazos. A la derecha, un parking de la policía, al que entran hombres uniformados que deciden ignorarme a mí y mi coche embarrado. Otra vez, como desnudo y húmedo. Vuelvo a recurrir al gorro y la bufanda.

Ramil, Kostia y Alisa, que estaban desayunando junto a un lago, vuelven al coche a la media hora, riéndose. Me traen un yogur de beber y dos Aleksandróvich, la mejor chocolatina jamás concebida por el ser humano.

Ya está.

O casi. Por la tarde, Ramil me despierta, ya en su casa: «Tienes suerte. Hoy hay una fiesta en casa de un amigo». «¿Cómo se dice en ruso déjame tranquilo?», pregunto.

«отстань». Otstan.

Pues eso. Dos horas más tarde estoy en un tren hacia Samara, con un sentimiento combinado entre heroísmo, irresponsabilidad y alivio. Por fin vestido y seco.

Estatua de Musá Cälil, Kazán. Fotografía: Michael Shilyaev (CC BY-SA 4.0).

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