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El león bizco más famoso del mundo

el león bizco
La chimpancé Judy y el león bizco Clarence, protagonistas de Daktari. Imagen: MGM.

Clarence era un león bizco, la estrella de Daktari, la serie de los sesenta pionera de los valores conservacionistas.

Aquel día en la carretera a Nakuru, el paraíso de los rosados flamencos de Memorias de África, escuché juntas las dos palabras en swahili que más me habían emocionado durante años —junto con simba, tembo y safari—.

Un guardia keniata detuvo nuestra camioneta y señalando hacia adelante con mucha gesticulación lanzó un chorro de frases en las que distinguí como refulgentes destellos «hatari» y «daktari» .

Simplemente significan «peligro» y «doctor»: había habido un accidente de tráfico y el agente preguntaba si en nuestro vehículo viajaba algún médico. Pero al igual que la primera palabra conjuró en mí imágenes de rinocerontes galopando con furia y estrépito mientras John Wayne trataba de echarles el lazo entre remolinos de polvo y riesgo, la segunda me devolvió a los hermosos días de la infancia en que descubrí la belleza y la emoción de la fauna salvaje.

Daktari, de hecho, era en buena medida lo que me había conducido hasta allí, lo que me llevó a África, a Kenia, al Serengeti, lo que me condujo a los búfalos, los elefantes, los leopardos y los leones. Daktari

Daktari fue una de mis series de televisión favoritas de los sesenta. En mi memoria está asociada con Viaje al fondo del mar —«¡avisen a Kowalski!»—, Los invasores y su meñique extendido, Bonanza, o aquellas series de supermarionetas, Thunderbirds o El capitán Escarlata. Pero Daktari, a diferencia de las otras series, nos ofrecía unas historias verosímiles y nos mostraba un mundo al que algún día, con suerte, podríamos ir: África.

No el continente doliente que nos predicaban los curas en el colegio, el de las misiones y el Domund, sino el rutilante y ancho de las grandes manadas, de los peligros y de las fieras.

Ese mundo en el que te adentrarías ataviado como Stewart Granger en Las minas del rey Salomón o como el madelman modelo cazador safari, con su salacot, su rifle y su fiel áscari de gorro rojo cargado con los rifles, las jaulas y los curvados colmillos de elefante.

La serie se centraba en las aventuras de un veterinario que trabajaba en tierras africanas, el doctor Tracy (el actor Marshall Thompson), al que acompañaban su hija Paula (Cheryl Miller) y sus asistentes y colaboradores en su actividad que consistía frecuentemente en salvar a animales salvajes de los cazadores furtivos o de la incomprensión de las autoridades locales.

Tracy y su hija se basaban en una pareja real, el doctor A. M. Toni Harthoorn y su mujer Sue —Susanna Hart—, propietarios de un orfanato de animales en Nairobi y pioneros en la defensa de los derechos de las bestias.

A Harthoorn y su equipo les debemos el desarrollo del fusil de dardos sedantes, elemento básico para capturar animales sin dañarlos. A los encantadores Tracy y su hija, sin embargo, les robaban el protagonismo en la serie dos actores peludos: Clarence, el león bizco, y Judy, la mona entrometida, una simpática chimpancé causante de todo tipo de líos.

Lo de Clarence era muy singular, porque se trataba realmente del único león con esa anomalía visual conocido. El bicho (né Freddie) es que era realmente bizco de solemnidad.

Aparte de eso lo caracterizaba una mansedumbre impropia del rey de la selva y de su propia estampa de pedazo de león. Efectivamente, el estrábico felino tenía unas medidas imponentes y una melena regia de lo más largo y tupido. Impresionaba, pero era un trozo de pan. Ivan Tors, creador de la serie, lo definió como «el Shirley Temple de los leones», que ya es descripción. Incluso dejaba que la mona lo cabalgara (en el buen sentido).

Clarence era bizco de nacimiento y esa característica atrajo a Tors, que le vio al bicho un potencial enorme en el mundo del show business. Tors sabía lo que hacía, no en balde estaba en el origen de un fenómeno como Flipper. Clarence fue sometido a una doma amable —en contraposición a la doma agresiva con látigo propia de los circos— y se le trató siempre con cariño.

Tanto buen rollo tenía su lado malo: el león bizco era incapaz de soltar un rugido de esos que llenan la noche africana y sobrecoger a las audiencias, así que la voz bronca la ponía otro león, Leo, que también le doblaba en las escenas agresivas.

Leo tenía un pasado digno de un Oliver Twist felino: acogido por una familia de Utah, le pegaban frecuentemente con un palo por comerse a las gallinas. No es raro que rugiera bien. No obstante, hay que reconocerle valor a la familia de Utah.

La vida artística de nuestro león con estrabismo y de hecho la propia serie Daktari arrancaron con la película Clarence, el león bizco (1965), que contaba con los mismos protagonistas humanos que luego tuvieron continuidad en la televisión.

El éxito en la pantalla grande dio pie al año siguiente a la serie que se emitió en Estados Unidos entre 1966 y 1969. Fueron ochenta y nueve episodios de una hora (más dos pilotos). El núcleo de las historias era el ficticio centro Wameru para el estudio del comportamiento de los animales que regía el doctor Tracy como un benévolo Moreau rodeado de animales.

El lugar se suponía que era Kenia pero en realidad se rodaba en la enorme propiedad en Soledad Canyon llamada África USA que poseía Ralph Heller, famoso entrenador de animales y escritor (es el autor de la conocida biografía del elefante Modoc), y luego fundador de Marine World.

Allí vivían más de un millar de bestias, de jaguares a mapaches pasando por avestruces, que eran utilizadas para diversos proyectos cinematográficos del vecino Hollywood. Ha sido duro enterarse de que Daktari transcurría a tiro de piedra de Los Ángeles, con algunos exteriores rodados en Mozambique.

Las historias que se narraban en los distintos episodios eran sensacionales, que recuerde. Un elefantito huérfano ingresaba en el centro, un presidiario herido exigía que lo trataran los veterinarios a punta de pistola, a Paula le picaba una araña letal y tenía que acudir a un brujo indígena, Clarence tenía que prestarse para una transfusión a un cachorro y desaparecía muerto de miedo, unos furtivos secuestraban al león y a Judy, la chimpancé, se ponía histérica porque los médicos recogían a una hiena, el león bizco recibía un golpe en la cabeza y se volvía amnésico… Cierto, no es Los Soprano.

En cada episodio había un momento en que la cámara ofrecía una toma de la mirada subjetiva de Clarence y entonces veías como él: todo doble. Me encantaba el efecto y podía pasarme todo el capítulo esperándolo. En el transcurrir de la serie llegó un nuevo personaje peludo, un bebé chimpancé llamado Coco, una monada.

Es solo oír aquella musiquilla del inicio de cada episodio (las imágenes de los títulos de crédito, por cierto, incluían a un tigre, ¡en Kenia!) y me pongo melancólico. La mezcla de la tonada con el olor de los fascículos de Fauna, la contemporánea enciclopedia por entregas de Félix Rodríguez de la Fuente que yo coleccionaba entonces, agita en mi memoria un cóctel letal cuyos efectos regresivos y de añoranza de la infancia son dignos de un análisis freudiano.

Entre mis posesiones más preciadas de entonces se contaba una miniatura pormenorizada del vehículo insignia de la serie: un Land Rover pintado a rayas como una cebra.

Supongo que el gran mérito de Daktari fue iniciarnos en el interés por los animales salvajes. Lo mío ya ha ido siempre in crescendo. Soy un apasionado compulsivo de las historias de animales. Hasta me costaba despegarme de la pantalla cuando emitían Frank de la Jungla y mira que es cutre el tío.

Hace tiempo pasé un vuelo desde Londres tan enfrascado en la lectura de Deadly Animals (Penguin 2010), un libro que recoge los más tremendos encuentros con bestias feroces que tardé en darme cuenta de que la pasajera de al lado me tiraba los tejos.

Su ataque principal, entre turbulencias, coincidió, por desgracia para ella, con el pasaje en que el autor Gordon Grice explica cómo en 2000 en un circo en Sao Paulo un león consiguió arrastrar a un niño de seis años hasta dentro de la jaula y allí la fiera y sus cuatro compañeros de show procedieron a comérselo tan ricamente ante la mirada de sus padres y el resto del público; la policía disparó al aire con armas automáticas para alejar a los felinos de su presa con el resultado de varios espectadores heridos de bala…

Después de Daktari o por la misma época llegaron otras series televisivas como Flipper (delfín al que en realidad encarnaba una hembra llamada Suzie), Mi oso y yo, o El canguro Skipy —¿recuerdan la pegadiza canción?: «Skipy, Skipy»…—; el marsupial era recogido por Sonny, el hijo del guardabosques Hammond.

El plantígrado Ben, un cruce de oso negro y grizzly, también era amigo de un niño, Marcos, hijo de otro guardabosques (interpretado por Dennis Weaver, ¡McCloud!), este operativo no en Australia sino en los Everglades de Florida (con un hovercraft). Desde luego ¡qué envidia daba tener un padre de esos! Ahora he caído en la cuenta de que quizá debería mencionar también a Lassie y a Rin-Tin-Tin; bueno, ahí quedan.

Con el tiempo, les he seguido la pista a Ivan Tors y a Ralph Helfer, y me he enterado en sendos libros que han publicado —Mi life in the wild, el primero (Houghton, 1979) y The beauty of the beasts, el segundo (Harper, 1990)— de muchas interioridades de Daktari.

Tors (fallecido en 1983 en el Matto Grosso cuando filmaba) era de origen húngaro y dirigió varias películas con animales como Rhino! o la inolvidable Una cebra en la cocina, aparte de que, cuando fue productor de 007 Operación Trueno, convenció a Sean Conery de meterse en una piscina con tiburones lanzándose él primero.

Era un tipo simpático que se presentó una vez en el show televisivo de Johnny Carson llevando una enorme boa constrictor y que cuenta cómo Flipper y Ben, delfín y oso, acostumbraban a nadar juntos cuando el segundo se metía en el agua para aguantar el calor.

Tors explica que un día llevó a Clarence al oculista, el doctor Leonard Apt, especialista en arreglar la vista de los niños bizcos. El diagnóstico fue que una operación no arreglaría nada en el caso del león y que las gafas estaban desaconsejadas.

No obstante se le diseñaron unas de pega para alguna hilarante escena de la serie. Años después al pasar de nuevo consulta, el oculista propuso que Clarence probara con lentillas. «Yo adoraba a Clarence», escribe Tors, «no pensaba en él como un león sino como un gran peluche».

Su carácter era tan impropio de una fiera que, en su debut como estrella, cuando oyó por primera vez el ruido de la claqueta huyó despavorido.

Por su parte, Helfer, aunque controvertido y con varias acusaciones por maltrato de sus criaturas a sus espaldas, es un personaje fundamental en la historia de los animales en la pantalla.

Aparte de a Clarence adiestró a Zamba, el gigantesco león protagonista de The lion (1962), la bellísima historia de amor entre la fiera y una niña en África basada en la novela de Joseph Kessel y protagonizada por William Holden, Trevor Howard y Capucine.

Helfer explica que era realmente curioso ver juntos a Clarence y Judy: león y mona, enemigos naturales, se llevaban la mar de bien. Judy había asumido lo del estrellato con más ínfulas que Clarence.

Rodaba su papel siempre a la primera toma, pero cuando la cámara o el partenaire fallaban y había que repetir se hacía rogar como si fuera Elizabeth Taylor y había que doblegarla con una siesta o un helado. La mona llegó a hacer algo tan notable como filmar una escena sujetando una serpiente.

Ya no hay series como Daktari. Eran tiempos más sencillos e ingenuos y nosotros también lo éramos. En el enorme bestiario de la televisión actual puedes ver muchas cosas sorprendentes, terribles y extravagantes. Pero nunca más escucharemos por primera vez la llamada de lo salvaje ni enternecerá nuestros corazones la mirada candorosa del león bizco. Daktari. Never such innocence again.

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