Arte Cultural

El ogro enajenado

El ogro de Pulgarcito ilustrado por Gustave Doré. DP.

Decía Chesterton que los cuentos maravillosos nos enseñan dos cosas: que hay ogros y que podemos vencerlos. Y, efectivamente, esa es su enseñanza más clara y reconfortante, la tranquilizadora moraleja tras el susto de ver a Pulgarcito y sus hermanos a punto de ser devorados.

Pero hay una enseñanza más sutil e inquietante, que es la que explica la vigencia del símbolo del ogro —es decir, del caníbal— en los cuentos infantiles y en la cultura popular.

A los niños se les cuenta el cuento de los tres cerditos mientras meriendan un bocata de jamón, o el de los siete cabritillos después de cenar costillas a la brasa.

Se criminaliza al lobo, que es quien tiene derecho, por ineludibles exigencias biológicas, a comerse a los cerdos y a las cabras, a la vez que se fomenta el carnivorismo entre quienes no necesitan —ni les conviene— comer carne.

Y como no todos los niños se rinden sin condiciones a la brutal agresión ideológica de sus mayores, algunos se dan cuenta de esta aberración nuclear de nuestra cultura y se vuelven vegetarianos, lo cual suele conllevar problemas familiares y sociales parecidos a los de salir del armario; y también psicológicos y conceptuales, pues la abrumadora preponderancia de los carnívoros sume al antiespecista en el mayor desconcierto: «No es posible que todos sean idiotas morales o estén locos», piensa consternado.

Pero, como dice Sherlock Holmes, cuando se han descartado todas las explicaciones imposibles, la que queda, por inverosímil que parezca, tiene que ser la verdadera.

Y matizando ligeramente algunos adjetivos, las piezas van encajando. En primer lugar, no todos son caníbales: en el mundo hay un 8 % de vegetarianas/os, y van en aumento.

Y los demás no son necesariamente dementes, sino que están enajenados; parecen dos formas distintas de decir lo mismo, pero hay una sustancial diferencia entre ser y estar, y también entre demente y enajenado, que es sinónimo de alienado.

Con lo que llegamos a una olvidada palabra clave que puede ayudarnos a comprender nuestra compleja situación sociocultural.

Y digo «olvidada» porque el término «alienación», habitual en el discurso político anterior a los años setenta del siglo pasado, desapareció de pronto barrido por la avalancha posmoderna, junto con «plusvalía», «lucha de clases» y otras expresiones incómodas para la burguesía ilustrada, que en mayo del 68 le vio las orejas al lobo.

Hay ogros y podemos vencerlos, sí; pero es muy difícil, porque los llevamos dentro, nos los tragamos junto con las ruedas de molino de la hipócrita moral burguesa.

Esa es la oscura moraleja del cuento de Pulgarcito, que acaba calzándose las botas del ogro. Somos la media geométrica —la raíz del producto, si se me permite el chiste matemático— del gigante caníbal y el enano devorable, medio verdugos y medio víctimas.

Tenemos múltiples personalidades, y casi todas nos son ajenas: somos alienados eslabones de una desenfrenada cadena de producción y consumo, engranajes de una máquina de destrucción masiva, sumideros de las mentiras de los grandes medios, baratijas en el supermercado del sexo… Y ogros que devoran a sus semejantes de todas las formas imaginables, incluida la más literal.

Carnivorismo y delirio

La lógica nos enseña que aceptar una afirmación falsa supone aceptarlas todas. Si dos y dos son cinco, yo soy el papa. Efectivamente, si 2+2=5, 2+2=2+3, luego 2=3, luego 1+1 =1+2, luego 1=2.

El papa y yo somos dos; pero como dos es igual a uno, el papa y yo somos uno, luego yo soy el papa. Y aunque las operaciones morales no sean tan exactas como las numéricas, también están sujetas a las reglas de la lógica elemental.

La ética, como «cuestión de formas», se parece más a la geometría que a la aritmética (no en vano decía Platón —el gran moralista que afirmaba que quien busca el bien ajeno encuentra el propio— que en su Academia no tenía cabida quien no supiera geometría).

En ambos casos hay que partir de unos axiomas indemostrables que se consideran evidentes, y que en ética se llaman principios, y una vez aceptados, la valoración de la conducta ha de responder a la lógica interna del sistema moral en cuestión, y, como en todo sistema lógico, aceptar una falacia cualquiera supone abrir la puerta a cualquier otra.

Es frecuente que los carnívoros intenten justificar su aberración alimentaria alegando que no hay más remedio que matar para comer, lo cual no solo es una idiotez moral, sino una idiotez a secas.

Y algunos van aún más lejos y afirman que no hay una diferencia sustancial entre comerse una manzana y comerse a un cordero («a un cordero», no «un cordero», como dicen los especistas para cosificar a los animales no humanos), pues la manzana también es un ser vivo.

Y del mismo modo que si dos y dos son cinco yo soy el papa, si da lo mismo comerse a un cordero que una manzana, también da lo mismo comerse a un niño asado, pues la distancia filogenética entre el niño y el cordero —cuya capacidad de sufrimiento es del todo similar a la nuestra— es mucho menor que la que separa al cordero de la manzana.

El hambre, la libido y el miedo son las tres pulsiones primarias de todos los animales, incluidos los humanos, y construimos nuestras sociedades y nuestras culturas —nuestras relaciones y nuestros relatos— a partir de ellas y alrededor de ellas.

Del mismo modo que el mito del amor romántico sublima y regula nuestra sexualidad depredadora, el carnivorismo —burda sublimación del canibalismo— es nuestra respuesta irracional e incontinente al hambre, la más apremiante de las pulsiones.

Sin embargo, aunque abandonar el carnivorismo sea psicológicamente tan difícil como superar el mito del amor, cuesta entender que aún esté tan arraigado a pesar de las abrumadoras evidencias de todo tipo en su contra.

Nuestra despiadada rutina alimentaria es, entre otras cosas, la principal causa del cambio climático y de otros desastres ecológicos y sanitarios; y sin embargo solo un pequeño porcentaje de la población opta por el vegetarianismo.

No son las vacas las que se vuelven locas, sino quienes se las comen, y son sus cerebros los que se esponjan. Afortunadamente, el proceso no es irreversible.

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