Arte Cultural

En el estanque de las flores de loto, IV

La protagonista de las siguientes líneas es una monja budista de unos 40 años a la que le gustaba sentarse a meditar en uno de los bancos de ladrillo del estanque de las flores de loto.

Maya fue el nombre que le dio su maestro cuando la ordenaron monja en el Tíbet y ese momento la liberaba de su nombre de nacimiento. Si le hubieran gustado las mujeres habría tenido una vida más sencilla porque todos los hombres son iguales y ninguno la cuidó como ella creía que se merecía, una pareja femenina le habría dado menos dolores de cabeza. Eso ya daba igual porque el voto de castidad era una forma certera de evitar más errores sentimentales futuros, algo así como cerrar un candado en medio del pecho y tirar la llave al río.

Casi 10 años atrás con algo más de 30 había decidido abandonar los planes futuros, la ilusión de tener un marido y ser madre, vivir en una pequeña casa con jardín y árboles frutales, tener un perro y una estantería de libros. Ya no le quedaban sueños por cumplir, todos fueron volando como pájaros espantados por un disparo de escopeta… Quizás por eso enfermó.

En los largos meses de operaciones y tratamientos encontró fuerzas para acercarse de vez en cuando a un centro de meditación, allí no se sentía juzgada por nadie, parecía que los monjes que daban las charlas y guiaban las clases tuvieran la capacidad de hacerle sentir que todavía no era hora de marchar para el otro lado, querer creer que la vida le depararía nuevas esperanzas para el futuro… Y así se fue alejando de su vida anterior en la que se sentía profundamente sola, para encontrar acomodo en la comunidad budista que tenía su hogar en un chalet a la afueras de la ciudad.

Fue fácil adaptarse a la rutina de la vida monástica, de un aislamiento mundano casi absoluto al principio, que se solapó con el final del tratamiento. Perdió todo el cabello por la quimioterapia y ya llevaba varios años sin dejar que creciese. La vida la había golpeado bien duro y su ser había querido escapar del cuerpo más de una vez. Estuvo encerrada en si misma muchos meses, meditando en la sala, haciendo continuados retiros en silencio, dedicándose a mantenerse con vida y cerrar las heridas del pasado con cicatrices cosidas en la piel y en el alma, tratando de ver los errores sin culpa, las pérdidas sin dolor, los sufrimientos como aprendizajes… intentando vencer el miedo con amor.

Se trasladó un tiempo a las montañas tibetanas, hasta que empezaron a llamarla con el nombre de Maya. Volvió a su pueblo y se integró como otro sacerdote más en la comunidad, empezando a dar charlas y cursos de meditación en la zona que le había sido asignada. Se negó a desplazarse en el coche privado con otros compañeros para así poder tener un contacto más cercano con las gentes del tren y los autobuses urbanos. El coche la habría llevado y traído de forma más práctica y rápida desde el centro a las clases en la ciudad, y eso era justo lo que ella quería evitar, porque disfrutaba mucho de los trayectos, viendo cómo los girasoles pequeñitos se mueven en la misma trayectoria del sol y cuando son viejos le dan la espalda, escuchando las conversaciones de los jóvenes del vagón del tren o charlando con los vecinos del pueblo que se encontraba en las paradas.

Los jueves bajaba en tren a la ciudad y daba clases de meditación en el gimnasio del colegio de primaria y les enseñaba a los niños a ver con los ojos de otros compañeros, sin necesidad de explicar con palabras pomposas qué es eso de la empatía. Después tenía un rato para cruzar el parque desde el colegio al centro budista donde daba las charlas de la tarde antes de volver en el autobús a la casa. Le gustaba descalzarse y pisar la hierba tupida del parque, echar de comer unos granos a las palomas, comprobar si seguían juntos ambos miembros de la pareja de cisnes de la glorieta de los patos y terminar el paseo meditando unos minutos en el estanque de las flores de loto.

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