Pensar diferente, jugar diferente

Sócrates, 1983. Fotografía: Cordon Press.

La vida de Sócrates estuvo marcada por una imagen: la de su padre quemando libros en el pequeño jardín de la casa familiar. Acababa de cumplir nueve años cuando un golpe militar fulminaba la democracia brasileña y pocas semanas más tarde, aterrorizado por los rumores de desapariciones y otros desmanes de la represión, don Raimundo reducía a cenizas algunos de sus tesoros más preciados ante la mirada atónita de aquel hijo suyo bautizado con nombre de filósofo griego.

Comenzaba en Brasil, como ya lo había hecho antes en otros países, la caza al comunista y aquel apasionado del conocimiento trataba de ocultar tras el fuego cualquier sombra de sospecha. Años más tarde, ya reconocido como una de las grandes figuras del fútbol brasileño, Sócrates y sus compañeros del Corinthians saltaban al estadio de Pacaembú enarbolando una pancarta que se convertiría en un icono de la lucha contra la dictadura militar de Baptista Figueiredo y que todavía hoy luce en murales y pintadas desperdigadas a lo largo y ancho de todo Brasil: «Ganhar ou perder, mas sempre com democracia».

Para comprender la dimensión de Sócrates conviene contar su historia comenzando por el final, trasladándose al estadio Pacaembú el mismo día de su muerte. Aquella tarde, el Corinthians disputaba un partido decisivo contra el Palmeiras que lo podía coronar como campeón seis años después de su última conquista. En la grada no cabía un alma más, si acaso la del propio Sócrates contemplando los miles de camisetas y pancartas improvisadas para decirle adiós.

Los dos equipos formaron alrededor del círculo central para dar comienzo al minuto de silencio en su memoria y fue entonces cuando todos los presentes, a excepción del trío arbitral, los jugadores visitantes y algún despistado, se pusieron en pie y levantaron su puño izquierdo al cielo, un gesto de resistencia y solidaridad que el centrocampista había popularizado no solo entre la hinchada del Timão, también entre los millones de brasileños que ansiaban la llegada de la democracia y la libertad a principios de los ochenta. Aquella fue, quizás, la última gran demostración de fuerza de lo que en su día llegó a conocerse como la democracia corinthiana: un club de fútbol convertido en prueba de ensayo para lo que debería ser el futuro de todo un país.

Retrocediendo a 1982, nos encontramos con un Corinthians deprimido por los malos resultados y un nuevo presidente que entrega las riendas deportivas del club a un joven sociólogo sin ninguna experiencia en el mundo del fútbol: Adilson Monteiro Alves. Tras una primera reunión maratoniana con jugadores y empleados, Monteiro los convence de adoptar la autogestión como parte angular del funcionamiento diario del club.

A partir de ese momento, cualquier asunto que afecte a la plantilla es susceptible de debate y votación, lo que convierte al equipo paulista en un oasis de democracia en el corazón de un país ahogado por la dictadura. Además de elegir entrenador, decidir las altas y bajas de la plantilla o regular el régimen de las concentraciones, jugadores y empleados llevan el sufragio hasta el extremo de votar si el autobús debe o no parar en la siguiente estación de servicio para poder estirar las piernas, echar un cigarro y mear.

En cierta ocasión, en medio de una gira por Japón, un joven delantero del equipo confiesa a sus compañeros que acaba de enamorarse y no soporta estar tanto tiempo lejos de su amada. El asunto es discutido durante horas con gran disparidad de criterios y opiniones, pero al final, tras una ajustada votación, se decide continuar con los compromisos adquiridos por el club en el Lejano Oriente. Así funcionaba aquella democracia corinthiana en cuyo centro se situaba Sócrates, la viva imagen del jugador comprometido, del líder comunal, del libertario.

Sócrates, 1982. Fotografía: Cordon Press.

Cuentan que, cada semana, Sócrates organizaba reuniones con algún destacado miembro de la cultura paulista: músicos, pintores, arquitectos, escritores, bailarines, escultores… La leyenda asegura que de la calidad de la conversación dependía su rendimiento en el siguiente partido, una afirmación que se sustenta, al menos en parte, sobre una segunda premisa fácilmente demostrable: apenas entrenaba.

En cierta ocasión, un periodista le preguntó cómo había podido llegar a ser médico y futbolista, teniendo en cuenta la imposibilidad de estar en la facultad y en los campos de entrenamiento al mismo tiempo. Su respuesta no pudo ser más concluyente: «Muy fácil, porque yo ni estudiaba ni entrenaba». Sócrates aprendía y evolucionaba sin que nadie llegase a comprender cómo lo hacía, y la única explicación racional cabría buscarla en su inteligencia y una pasión exacerbada por la lectura, la buena conversación y el fútbol como su particular forma de expresión artística: pensaba diferente, jugaba diferente. 

Alto, muy alto, pero con unos pies demasiados pequeños para asegurar la verticalidad en giros bruscos y arrancadas, el Doctor fue capaz de transformar un defecto congénito en un recurso colosal. El taconazo, un modo sencillo de atacar zonas y situaciones sin necesidad de orientar el cuerpo hacia la acción, se convirtió en una seña de identidad dentro del campo del mismo modo que el puño en alto y sus reivindicaciones políticas lo eran fuera de él.

Consiguió levantar trofeos con sus equipos, se incrustó en la memoria colectiva como parte de aquella mágica selección brasileña de 1982, pero su mayor conquista fue, en palabras de quienes le conocieron, la de popularizar entre millones de compatriotas una palabra que parecía haber caído en el olvido tras años de asfixiante dictadura: democracia.

Sócrates entendía el fútbol como una parte esencial de la sociedad brasileña y utilizó su posición para reclamar libertad y la llegada de un nuevo tiempo. Tan es así que llegó a supeditar su continuidad en el fútbol brasileño a la celebración de elecciones presidenciales, motivo por el cual se terminó marchando a Italia. Su aventura europea duraría apenas un año, desencantado por el conservadurismo de una ciudad como Florencia y excitado ante los cambios que empezaban a experimentarse en Brasil.

Toda su lucha, aquella democracia corinthiana que capitaneó junto a otros grandes futbolistas como Casagrande, Zenon o Wladimir, inspiró al cantautor Toquinho para componer un himno que hoy recitan los más pequeños a la entrada del nuevo estadio del club, posiblemente sin ser plenamente conscientes de la carga política que atesoran algunos de sus versos. «Ser corinthiano es ir más allá de ser o no ser el primero», cantan. «Ser corinthiano es ser también un poco más brasileño». 

Bebedor compulsivo, Sócrates murió en un hospital víctima de una cirrosis hepática y una bacteria traicionera. Jamás negó un alcoholismo que llevó hasta el extremo cuando comenzó a alejarse de los campos de fútbol y a refugiarse en los bares al salir de su consulta. Falcão, compañero suyo de selección, dijo en una ocasión que el futbolista profesional muere dos veces: una cuando abandona el fútbol y otra cuando muere definitivamente.

En una de sus últimas entrevistas a Sócrates le preguntaron si estaba de acuerdo con la sentencia de su viejo amigo, y él respondió que no: «Nadie abandona el fútbol, es el fútbol el que abandona a la gente». Aquellos miles de puños alzados al cielo en Pacaembú el día de su muerte tienen algo que ver con esa misma sensación de abandono, de soledad colectiva ante la pérdida de un ídolo futbolístico y un referente social. Se despedía a una especie de mesías que, como la más moderna ley de dios, supo resumir una montaña de mandamientos en uno solo: «La felicidad es la única verdad». 

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