Todo sobre el movimiento Deutsche Physik

¿Qué tiene que ver la física con la política? ¿Y con el racismo? La respuesta es nada… salvo que estemos hablando de la Alemania de la primera mitad del siglo XX. En tal caso hay que reseñar el surgimiento de un movimiento paracientífico que se plasmó en la llamada Deutsche Physik, es decir, Física Alemana, también conocida como Arische Physik o Física Aria. Y no fue cosa exclusiva de políticos, ni siquiera de políticos nazis, sino algo originado por académicos pangermanistas. Algunos incluso premiados con el Nobel, para mayor estupor.

Las raíces de la Física Alemana se remontan a principios de la Primera Guerra Mundial, cuando las tropas teutonas invadieron Bélgica. Una de las ciudades más damnificadas fue Lovaina, donde, siguiendo la estrategia denominada schrecklichkeit (terror), trataron de reducir su resistencia. Para ello fusilaron al alcalde y a todos los oficiales de policía locales; también ejecutaron al rector de su famosa KU (Katholieke Universiteit, Universidad Católica), que el 25 de agosto de 1914 sufrió una infame acción: su biblioteca, que contenía cientos de miles de volúmenes y manuscritos medievales y renacentistas de valor incalculable, fue quemada en una hoguera tras ser rociada con gasolina y pastillas incendiarias.

La Universidad de Lovaina, en ruinas por la guerra/Imagen: Diane Savona

El gratuito e innecesario atentado provocó la indignación mundial (tras una reconstrucción la universidad volvería a ser destruida en la siguiente contienda) y ocho distinguidos científicos británicos firmaron un manifiesto público de protesta. No eran personajes cualquiera; entre ellos figuraba el escocés Alexander Fleming, cuyo descubrimiento de la penicilina le daría el Nobel de Medicina en 1945, pero también William Bragg (Nobel de Física en 1915), el químico William Crookes (inventor del tubo de rayos catódicos), el matemático Horace Lamb, el físico Oliver Joseph Lodge (el primero que transmitió una señal de radio), William Ramsay (Nobel de Química en 1907), Lord Rayleigh (Nobel de Física en 1904) y Joseph John Thomson (Nobel de Física en 1906).

La comunidad científica alemana no encajó demasiado bien esa crítica y en 1915 dieciséis ilustres académicos germanos publicaron una dura respuesta, en la que acusaban a los británicos de no comprender su idiosincrasia y afirmaban que se acababa de romper años de entendimiento entre sus respectivos países. En consecuencia, abogaban por dejar de usar la lengua inglesa a la hora de presentar sus trabajos y negaban la autorización para que éstos se tradujeran o publicaran en el mundo anglosajón. Incluso impulsaron una germanización de la terminología, reivindicando, por ejemplo, el llamar rayos Röntgen (por su descubridor, el renano Wilhelm Röntgen) a los rayos X, aunque paralelamente decían que todo ello no suponía un rechazo a los avances que aportaran los científicos británicos.

Arnold Sommerfeld/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Entre los firmantes de esa contestación estaban Arnold Sommerfeld y Johannes Stark. El primero, pionero de la física atómica y la cuántica, formularía la constante de la estructura fina en 1919 y dirigiría las tesis doctorales de unos cuantos futuros ganadores del Nobel. El segundo fue uno de esos ganadores en 1919 por el descubrimiento del llamado Efecto Stark (desplazamiento y desdoblamiento de las líneas espectrales de los átomos y moléculas debido a la presencia de un campo eléctrico estático) y más tarde, rabiosamente antisemita, se convertiría en decidido líder de la Deutsche Physik durante el régimen hitleriano.

Sin embargo, no todos los científicos alemanes suscribieron aquella declaración. Max Planck, por ejemplo, que ganaría el Nobel de Física un año antes que Stark, se desmarcó del manifiesto nacionalismo que destilaban sus compañeros y no quiso saber nada de su agresivo antisemitismo, por lo que no sólo fue de los pocos que reconocieron inmediatamente la validez de las revolucionarias teorías de Albert Einstein sino que le tuvo entre sus amistades cuando todos los demás le cuestionaban o incluso denigraban.

Johannes Stark/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Uno de los más activos en eso último fue Philipp Lenard, húngaro nacionalizado alemán que había ganado el Nobel de Física en 1905 por sus investigaciones sobre los rayos catódicos. Había trabajado ampliando las tesis de Heinrich Rudolf Hertz sobre el efecto fotoeléctrico, llegando a conclusiones que no se pudieron demostrar hasta que Einstein hizo sus aportaciones, lo cual le convirtió en un enemigo acérrimo suyo de la misma forma que antes consideraba rival a Joseph John Thomson (el que firmó la nota de protesta y que ganaría el Nobel al año siguiente) por haberle refutado algunos errores.

Lenard, furibundo nacionalista, consideraba que los británicos se limitaban a robar ideas de los germanos, aunque lo cierto era que, asimismo, el francés Jean Perrin y el también alemán Winhelm Wien (por cierto, ambos ganadores del Nobel en 1926 y 1911 respectivamente) le rebatieron científicamente parte de su investigación catódica. En cualquier caso, era patente que si la ciencia vivía un momento espléndido desde el punto de vista cultural, también pasaba por uno convulso por los enfrentamientos entre sus representantes.

Phillippe Lenard/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Aquello que se dio en llamar guerra de mentes continuó después del final de la otra, la de verdad. El Tratado de Versalles, percibido por Alemania como una sañuda venganza por parte de las potencias vencedoras, exacerbó los ánimos de muchos, provocando inestabilidad en la República de Weimar y aportando un ingrediente más a la receta que originaría la aparición del nazismo. Entre los que más se significaron en sentir la situación como una afrenta estaba Lenard, que participó en alguna que otra actividad propagandística antibritánica y se radicalizó aún más cuando el 26 de enero de 1920 se produjo un atentado contra el ministro de Finanzas, Matthias Erzberger.

El responsable fue un antiguo cadete de la academia naval llamado Oltwig von Hirschfeld, al que el físico envió un telegrama de felicitación porque Erzerberg, opositor al káiser y antibelicista, era considerado de izquierdas; no duraría mucho, por cierto, pues en agosto de 1921 fue asesinado y de nuevo los autores fueron marinos. Al año siguiente también cayó tiroteado el ministro de Exteriores, Walther Rathenau; en este caso se trataba de un nacionalista, escritor y empresario liberal pero como nadie le veía así y era partidario de pagar las indemnizaciones, la firma de un tratado con la URSS fue su sentencia de muerte.

Walter Rathenau/Imagen: Bundesarchiv, Bild, en Wikimedia Commons

El caso es que el asesinato causó honda impresión en el país y las banderas ondearon a media asta… excepto en el Instituto Radiológico que Lenard dirigía en la Universidad de Heidelberg. Por ello, los estudiantes de izquierdas organizaron una manifestación contra él y se hizo necesario proporcionarle protección. El difunto Rathenau tenía otra mácula a ojos de muchos: era judío. El proverbial antisemitismo germano empezaba a manifestarse de forma cada vez más abierta y uno de los que tuvieron que sufrirlo fue, como decíamos antes, Einstein.

Su teoría de la relatividad, publicada en 1905, había suscitado gran polémica por su novedad y no tardaron en situarle en el ojo del huracán. En parte fue por el inevitable escepticismo inicial, ya que refutaba muchos principios que sus colegas daban por sentados y consideraban indiscutibles; pero en parte también por el origen judío del personaje, que no era lo ideal en aquel contexto de hostilidad creciente. Ambas cosas se combinaron para tratar de menospreciar su trabajo, que había publicado en dos impactantes artículos poco después de doctorarse.

Albert Einstein en 1921/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Y es que uno de ellos, el titulado Un punto de vista heurístico sobre la producción y transformación de luz (la base para que se le concediera el Nobel en 1921), explicaba el llamado efecto fotoeléctrico echando abajo lo que habían hecho hasta entonces sus colegas, entre ellos el inefable Lenard. Así que la plana mayor de la Deutsche Physik se encargó de hacerle de menos hasta el punto de que cuando Rudolf Tomaschek, un físico experimental seguidor de ese movimiento, reeditó un libro de física en varios volúmenes sobre el estado de esa ciencia, ni siquiera mencionó a Einstein.

Intuyendo lo que se avecinaba, Einstein abandonó Europa para instalarse en EEUU un año antes de que Hitler subiera al poder. En cambio, Lenard y Stark se afiliaron al Partido Nazi y se convirtieron en abanderados de la Deutsche Physik frente a la Jüdische Physik (Física Judía) que encarnaban el exiliado Einstein y Werner Heisenberg (físico y filósofo creador del Principio de Incertidumbre, fundamental para la mecánica cuántica y que le supondría el Nobel en 1932), a la que calificaban de fraude y de peligrosa por corromper a la anterior con su dogmatismo y deductivismo, en perjuicio del inductivismo y la observación.

Werner Heisenberg en 1933/Imagen: Bundesarchiv, Bild, en Wikimedia Commons

Lenard y Stark querían germanizar la física y hacerla más “aria”, para lo que obtuvieron el respaldo del régimen. Eso significó la destitución de científicos de las universidades que no se adaptasen a los parámetros nazis, algo que reforzaron en 1935 las Leyes de Nuremberg al excluir a los judíos del mundo académico. Y mientras el primero publicaba en 1933 un libro titulado Grandes hombres en la ciencia, una historia del progreso científico, en el que obviaba a colegas del siglo XX para evitar tener que meter a judíos como los citados o los Curie (en esa obra fue donde acuñó el término Deutsche Physik), el otro no ocultaba su ansia por ser considerado una autoridad, no desde el punto de vista de la ciencia (que lo era) sino del político, siguiendo el principio del gleichschaltung que se aplicaba a todas las profesiones.

En ese contexto, la posición de Heisenberg fue singular. Sólo era judío de sangre, ya que fue criado como luterano, y se negó a dejar Alemania, como sí habían hecho una veintena de científicos judíos de primer orden. Eso no le libró de una campaña de hostigamiento azuzada por Lenard y Stark pero, pese a todo, las autoridades nazis no le molestaron tanto como a otros ¿Por qué? Por dos razones. La primera fue que de niño había estudiado en la misma escuela que Heinrich Himmler, por lo que sus familias tenían cierta amistad y parece ser que la madre de Werner acudió al jefe de las SS para pedirle que dejasen en paz a su hijo. Himmler se mostró receptivo y en 1938 intercedió por él, aunque le exigió a cambio que evitara mencionar a colegas judíos como Bohr o Einstein.

Heinrich Himmler/Imagen: Bundesarchiv, Bild, en Wikimedia Commons

Pero hubo un segundo motivo que más tarde, ya en plena Segunda Guerra Mundial, le pudo librar de acabar como víctima de la Solución Final: la bomba atómica. Uranverein (Proyecto Uranio), nombre del programa nuclear alemán, se desarrollaba fundamentalmente en el Kaiser Wilhelm Institute for Physics, a cuyo frente estaba Heisenberg. Éste le explicaría a Albert Speer en 1942 que sería imposible conseguir el objetivo antes de 1944 si no se le dedicaba mucho más personal y dinero, a pesar de que había unos setenta físicos trabajando allí. En efecto, hoy se sabe que aquel proyecto siempre estuvo muy por detrás del Manhattan estadounidense y la contienda terminó sin que Alemania dispusiera de un arma atómica.

La realidad suele ser tozuda. La proscripción de los físicos judíos, entre los que había muchos de primera línea, supuso una merma considerable para la ciencia alemana del momento, como lo fue también a la larga para una generación de jóvenes de cuya educación estaban excluidas la mecánica cuántica y la relatividad. Y eso no pasó desapercibido al gobierno nazi, que tuvo que matizar sobre la marcha su postura, como hemos visto con el caso de Heisenberg, para no perder el tren tecnológico. De ahí que Lenard, que había llegado a ser asesor de Hitler para temas de física, fuera perdiendo influencia poco a poco, al igual que Stark, mientras el régimen aceptaba la evidencia científica que avalaban ya otros representantes menos extremistas.

Operarios alemanes trabajando en el reactor nuclear del Proyecto Uranio en abril de 1945/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Tras la caída del nazismo, Lenard fue expulsado de la universidad y murió apenas un par de años después. A Stark lo condenó a cuatro años de prisión un tribunal de desnazificación. Sommerfeld había ido atemperando su postura hasta terminar confraternizando con Einstein y abominar del nazismo, por lo que fue un científico aclamado en todo el mundo (murió atropellado en 1957, el mismo año que Stark). Por último, Heisenberg declinó una invitación soviética y dirigió el Instituto Max Planck, donde, irónicamente, se construiría el primer reactor nuclear de Alemania.

Fuentes: Scientists under Hitler: Politics and the Physics Community in the Third Reich (Alan D. Beyerchen)/The German Physical Society in the Third Reich: Physicists Between Autonomy And Accommodation (Dieter Hoffmann y Mark Walker, eds)/Nazi science: Myth, truth, and the German atomic bomb (Mark Walker)/Heisenberg and the Nazi Atomic Bomb Project, 1939-1945: A Study in German Culture (Paul Lawrence Rose)/La bomba atómica (Natividad Carpintero Santamaría)/Wikipedia

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